La cremallera

"No vine a arrodillarme, vine a conquistar"

miércoles, 6 de abril de 2011

"Cada vez te pareces más al abuelo"

          No sé qué exclama un padre novel al ver por vez primera a su hijo. Silencio atónito y enamorado, tal vez. O quizás alguna frase lapidaria que ensayaba desde que su chica lo avisó del vuelo en ‘Business’ de la cigüeña parisina. Cuenta la hermana, quien finalmente libró a mamá del sufrimiento limpiándome los ojos al mundo por primera vez, que su expresión fue tal que así: “se parece a Mr. Magoo”. No es digna de aparecer en recopilaciones de citas célebres, ni siquiera es una frase tierna o cariñosa, pero sí poco planificada, carente de ensayo frente al espejo, más significativa, para mí, que la mejor idea de Borges o Víctor Hugo. Y es que los grandes de la historia y del presente son nadie frente a la figura de mi padre. No me gusta Gabilondo, vomitaría sobre Luca de Tena, Larra se podría haber muerto antes, incluso Kapuscinski . No los admiro. No siento pasión por lo que dicen y cuentan, no sigo las sendas que intentan  trazar o trazaron, ni busco veredas sobre las que ellos hayan caminado para tratar de alcanzar igual destino. El periodista que más he admirado, y admiraré siempre, será al que menos he leído y leeré nunca. Tal vez por miedo a leer las palabras del auténtico referente y faro de uno mismo, o bien por evitar la inevitable comparación y su siempre putrefacto resultado.
            He seguido sus pasos, modernizados y revisados, pero sus pasos al fin y al cabo. No soy periodista por vocación, ¿cómo podría serlo? Lo soy porque es aquí, en este folio antes blanco y áspero y ahora virtual, donde me siento más cómodo, donde me resulta más fácil nadar y crecer, el único lugar en el que respiro radicalmente libre. Y todo viene dado. Jamás he leído, me aburre enormemente, pero escribo. Todo viene dado. Hasta la cuchilla de afeitar parece haberme abandonado. Se excusa uno en la pereza y el descuido, en la estética underground, pero el subconsciente es más poderoso que todos ellos, e incluso la imitación puede ser involuntaria, incontrolada e icónica. ¿Quién lo sabe? También somos animales, animales de costumbres.
            De su paso, siempre huella. Se oyen comentarios alegres y alabadores cuando él entra en el tema de conversación de un grupo ajeno y sentimentalmente desconocido para nosotros. Se escucha hablar bien de mucha gente, pero en la mayoría de casos las confesiones no son sinceras, y atienden a intereses que derivan del beso a una mano poderosa. Pero, en este caso, lo verdadero debe brotar.
            Antes de ser maestro de muchas cosas, él es padre. Padre, con mayúsculas, en el sentido más brutal de la palabra. Tener un hijo no convierte a uno en padre, del mismo modo que tener un piano no lo vuelve pianista. Intenta que llegues a ser todo lo bueno que a él le hubiera gustado ser, y eso lo hace exigente y realista. Exigente porque sabe cómo actuar frente a lo que seguro está por venir y de lo que yo ni siquiera veo atisbos. Realista porque ha visto que el mundo que nos rodea, en su mayor porcentaje, será hostil conmigo y con todos, y sabe que sólo aquellos capaces de dominar su entorno estarán en la punta del iceberg, justo donde él quiere que llegue y donde yo quiero llegar.
            Abandonó a tiempo el soborno del cielo, consciente de la realidad de las cosas y de que no hay nadie incorpóreo que pueda echar una mano. Me compró mi fe, y la cambió por las orejas de Mickey Mouse y el hocico de Pluto. Me enseñó la pasión por el fútbol y por la música. Me descubrió a Bob Marley a través de aguja y vinilo. Descifra muchas de mis preocupaciones y las soluciona con, ahora sí, una frase lapidaria rebosante de pragmatismo, aunque su consejo siempre concluya en una elección que finalmente dependerá de mí. Nunca me ha cortado las alas, pero me ha enseñado a volar con firmeza y determinación, esquivando el cableado, y a reconocer las ventanas que, a simple vista, parecen no tener cristal. Se rompe la camisa y trabaja a deshoras para que a una rubia y a mí no nos falte nada, para seguir dándonos lo más importante que un padre puede dar: la posibilidad de que sus hijos elijan. Siempre. Adora a su mujer, mi madre, aunque el trabajo lo agote y presione en ciertos momentos, e incluso se le sigue desprendiendo el amor por la sorpresa, algo que yo sigo a rajatabla. Continúa cometiendo pequeñas locuras que puede permitirse, aunque nunca son exclusivamente para él. No tiene lujos, ni vicios, ni se concede nada para disfrutar unilateralmente. Su consciencia es plural e inabarcable, grupal, familiar.
Es cabeza de familia. Patriarca, nunca padrino. Corta y reparte las sandías y los melones, uno de los gestos que más pueden dignificar, identificar y determinar a cualquier líder familiar. Tiene poder decisorio sobre la televisión a mediodía, por la noche no le importa, normalmente no está. Sabe que cuando llegue, el mando a distancia estará descansando sobre el sofá, todos dormirán. Pero, la noche que está, si coincide con un buen partido, reality shows y películas se van al carajo.
La admiración es clara, genética, involuntaria. Su amor es infinito, inmensurable, hermoso. Es santo de la devoción de todos los que compartimos lazos estrechísimos con él. Los más estrechos que existen. Dicen que cada vez se parece más al abuelo, y él se pica. ¿Por qué? Él es otra persona total, plena. Ojalá llegue a conseguir yo lo que él ha logrado. Ojalá mis hijos me digan a mí algún día “cada vez te pareces más al abuelo”. No pido nada más.

Feliz cumpleaños, papá.