La cremallera

"No vine a arrodillarme, vine a conquistar"

lunes, 13 de mayo de 2013

El surrealismo de los 21.


La entrada a la casa es un arrabal de azul cielo y amarillo chillón. En el inmenso jardín duermen manteles blancos, tranquilos, como salmones en las aguas bajas. En las lindes, los fresnos se acurrucan junto al tronío de algún pájaro exótico que no deja dormir al servicio de cocina. Esparcidos por el verde, decenas de ideas dementes se pasean a sus anchas saltando a la comba con el número Pi. La música no cesa. Del cante jondo al superficial en un abrir y cerrar de ojos. No importa, los sonidos son siempre los mismos, tan sólo cambian su orden y desconcierto.

Conforme me acerco a la entrada, un punto negro cubierto de purpurina sale a recibirme. Aventurarse en ese edificio resulta complejo. La puerta es enorme, impenetrable a simple vista. Sin embargo, se trata de una puerta giratoria con sistema de detección por infrarrojos.  La última tecnología de la vieja escuela. Embalada en Bangladesh y enviada desde Londres. El truco del manco.

Una vez dentro, el silencio es digno de Woodstock. Parece que alguien se concentra en las alcobas. El barroco hall da pie a la sinuosa escalera de caracol que serpentea hacia la alta torre. Desde abajo, las paredes oprimen y el espacio le presenta los papeles del divorcio al tiempo. Dice que hoy no puede firmarlos, que ya mejor mañana.

En las paredes cuelgan fotografías de linces perdidos y retratos de Freud. En sus marcos, recubiertos de esa imitación del oro, las arañas hacen cálculos civiles antes de ponerse a tejer el próximo trapecio de tela. Y discuten. La joven araña quiere hacer los trapecios a su manera. La más vieja, en cambio, se saca del bolsillo de su tercera pata izquierda un documento que certifica que ya ha cosido más de un billón.

Al otro lado del corredor hay un piano de cola blanco con olor a coche nuevo. Pide a gritos que Lennon lo haga imaginar. Sin embargo, al acercarse, uno se da cuenta de que no existen partituras. Lo siento, no tengo tiempo de sentarme a componer. De repente, se oyen golpes. Corro a la cocina como la luz. Parece que una jirafa se ha quedado atascada en el extractor de humos. Siempre quieren mirar aún más alto y claro, pasa lo que pasa. Cuando me acerco y me calzo las lupas, la jirafa resulta ser no más que humo que se pierde lentamente a través de la oxidada maquinaria.

Desde las alturas, alguien pide silencio. Esfumada la jirafa y pacificadas las arañas, subo la escalera, siempre de dos en dos. Es un tubo vertical. Si mis cálculos no fallan, en dos π r por h habré llegado a lo más alto.

Una vez allí, asfixiado por tal área sublime, la veo al fondo de la habitación. Está sentada de espaldas a lo conocido, pero de frente al ventanal. Parece que suspira. Al girar sobre mi eje, sólo alcanzo a ver una luz blanca que desemboca en un espigón de azul oceánico. No hay paredes, pues todo es cristal. Desde su silla de estudio, ve pasar veleros cargados de sueños. Rodeada de papeles, en milimétrico desorden, se empapa de leyes universales que la permitan construir el suyo sin temor al hundimiento. Cuando se da la vuelta para saludarme es sólo claridad, aunque sus ojos estén salados con negro artificial. No hay oscuridad que pueda con esos ojos.

Voy a visitarla una vez cada doscientos años, aunque sólo cumpla veintiuno. Le digo que aún verá pasar muchos barcos, pero que muchos de ellos le pertenecen por derecho divino. Por ahora es grumete, pero pronto será timonel. Entonces, dejará atrás los trapecios, las jirafas y los linces perdidos. Y será ese, justo cuando empiece a echar de menos, el momento en que se convierta en la pirata más valiente y luminosa que jamás haya surcado los siete mares.

Felicidad, mai.