La cremallera

"No vine a arrodillarme, vine a conquistar"

jueves, 9 de febrero de 2012

Las pasantes.

            La primera noche fue un grito de libertad. Una llegada tardía y un corazón que se heló en el atemporal susurro de los ojos que miran al frente. Bajé del cielo con trozos de nube aún pegados a la suela de mi zapato derecho. Pisé con firmeza honrada y caminé recto hacia las sensaciones. Dejé mi alma templada del sur aparcada en un solitario páramo de la medianoche, y me dispuse a vivir a pleno pulmón.
            Los días eran grises y el suelo blanco. Anduve por calles estrechas abriendo bien los poros. Supuse que la obra tendría un único y orgásmico acto, por lo que fustigué mi preocupación por todo y fui de nuevo un recién nacido en el regazo. Las noches emanaban alcohol a quemarropa. Todas eran iguales y, a la vez, únicas e irrepetibles. Salté hasta caer enfrente de mis responsabilidades, las miré fríamente, y les hice un educado corte de mangas. Atemperé mis ansias con la calidez de una costurera de sueños de origen armenio y ojos verde esmeralda. Ella desfilaba y posaba, mientras yo bebía y orinaba en las altas madrugadas. Su calor hacía sudar a las noches más frías. Ella fue la razón de muchas cosas, la primera razón.
            Pronto su corazón oscurecería. Compró un billete sin retorno a otro lugar, haciendo saltar la banca de mi espíritu. Un dolor agudo que duró demasiado poco.
            Una bonita gaditana rubia de sonrisa reconstruida y manos ajadas por el frío llamó a las abiertísimas puertas de mi templo más pagano. Lo hizo con deseo y sin cerebro alguno que rigiese. Asaltada por dudas polares, siempre decidió actuar y esperar respuestas de otros que dibujaran el camino a seguir. Poco a poco se fue consumiendo entre los problemas de allí, mis desaires toreros y los celos de aquí.
            Y es que por el aire se le cruzó una morena de gigantes ojos negros como el azabache. Llegaba desde los altos montes del norte transalpino, envuelta en gracia divina y risa de caramelo, de boca minúscula y mirada sensual. Bailaba dibujando círculos con la mente. Reía como lloraba, y lo hacía sin prejuicios ni desánimo. Sus devaneos nocturnos conmigo le costaron sentimientos fuertes y testarudos. Fue un amor. Pasajero, tal vez, pero un amor. Y lo fue porque hirió mi piel y mi orgullo queriendo y sin querer. Porque le dio la mínima importancia a todo durante el día, y porque me amó tanto que no pudo percatarse hasta que me perdió. Se marchó entre lágrimas y promesas que jamás se cumplirían. Nadie la creyó, ni siquiera ella misma. Tampoco yo lo hice. Pero sus ojos de sirena apuntarán siempre, en su porcentaje más ínfimo, al centro directo de mi corazón.
            Por ahogar los delirios de mi ego, mezclé durante un tiempo mozzarela y roquefort, norte de un país y sur de otro, siempre en la misma latitud. Francesa, del paraíso costero de Marsella, de mirada curiosa y sonrisa imborrable. Atacada constantemente por los celos hacia el norte italiano, consciente ella de todas mis lamentables jugadas. Quizás fue la que más me quiso. Y quizás fue así porque pensaba ella que no era recíproco. Paradójica la vida en todas sus esquinas. Regresó tiempo después de partir, buscando algo que yo no pude o no quise entregarle. Cabizbaja volvió a su sur, donde debió haberse quedado para ahorrar disgustos innecesarios. Fue un ejemplo de fe y voluntad, pues asumió el riesgo de mi indolencia y superó mi golpe de izquierdas con la fuerza de mil potros desbocados. Fui un villano y no me arrepiento, ya que seguí al pie de la letra los dictados de mi bosque.
            Libre de formas predeterminadas y de sensaciones forzadas y sistemáticas, hallé de nuevo campo abierto. Sin embargo, ella bailaba.
            Bailaba por profesión y pasión. Bailaba y derretía. Volaba y fluía como una ligera brisa de verano, salada como quince mares. Su pelo era eterno y dorado, y el celeste de sus ojos atacaba con más fiereza que mil espartanos viudos. Su encanto arrodillaba a todos aquellos que se creían poderosos. Su hambre de éxito emborrachaba a los hombres buenos, y abrumaba a todas las que, a su alrededor, intentaban pescar en los ríos revueltos de las luces de neón. Como las demás, llegado el día y la hora que el destino había reservado para ella, voló lejos, de isla en isla, pasando sobre los océanos subida en los largos zancos que calzaba como piernas de madera.
            Y entonces, después del maremoto, llegó ella. Dulce como la nata y frágil como las briznas de la hierba nueva. Me sentí señor y referente. Idolatrado hasta la extenuación, amado hasta en mis días más tristes. Vivía en un palacio con vistas al río helado, que serpenteaba ávido mientras la temperatura calmaba el ánimo de los lobos. Olía como huelen los hogares tras pasar días bajo la tempestad. Manos de pianista y talento privado que se fundían en una lluvia de minerales acuosos y caviar de esturión. A los mandos de un coche con más espacio que mi dormitorio y más altura que un corcel blanco, masajeaba los días mientras deshojaba margaritas. Apagó deseos extraescolares y aceptó las leyes de mi física cuántica. Firmó los tratados de mi marcha sin conocer la fecha de vencimiento, y se entregó entera a la noche de los tiempos. Sus ojos, por cierto, eran marrones, algo extraordinario en esta geografía de azules y verdes. Su pelo, corto y largo, mezcla de culturas y de razas, de religiones y revolucionarios. Me consume el “hasta nunca”. Las mentiras del “hasta pronto” no encajan en su sistema nervioso.
Es hora de que el río se congele y deje de fluir. Es tiempo para hombres valientes de lacrimales ya secos por el paso de las circunstancias. El sueño y la pesadilla llegan a su fin. Llegó el momento de decir adiós.

Dejaré una carta, y me iré.