La cremallera

"No vine a arrodillarme, vine a conquistar"

domingo, 29 de mayo de 2011

Al camino recto, por el más torcido.

Los doctores no encuentran remedio ni antídoto, tampoco venenos silenciosos que reinicien el sistema. El virus es peligroso, frecuentemente capital. Sus largos tentáculos se apoderan de todo, incluso de los momentos buenos. El destino de los perdedores aguarda mientras camino por las calles luciendo mi sobreseída cara de cárcel. Incansable en la lucha, vendido a causas que sólo tienen que ver con el futuro, he olvidado el presente. Cuando llegan los achaques de la enfermedad, me arrepiento durante algunos minutos, quizás horas. Mientras sus efectos duermen entre algodones, las decisiones dudosas, tal vez erráticas, se convierten en claves de sol dispuestas a iniciar alguna melodía armónica.
            La enfermedad es una hija de puta, ya que sus vaivenes no dependen exclusivamente de lo ya conocido, sino que se mecen de un lado a otro al compás de las voluntades de los demás. El hombre es bueno por naturaleza, pero también es gilipollas desde el momento en que nace. La patología hace que tu bienestar esté intrínsecamente ligado a lo que acontece fuera de las fronteras de tu ser. La maldad de los demás, o la simple desidia, seducen y fortalecen al poderoso virus. La infelicidad momentánea y pasajera es más fuerte que yo cuando le da por presentarse. Además, la afección suele atacar con más fiereza a las personas bondadosas, a aquellas que no tienen mal natural. Devora los intelectos de aquellos que se desviven por ti, y por ti también, porque la gente buena baja sus defensas, convencida de que el mundo es un lugar justo que te devuelve instantáneamente la sonrisa que le has ofrecido. Para los que aún no lo sepan, y más a modo de protector estomacal que de antibiótico, las cosas no son así.
            El inconformismo crónico es así. Hermano de la infelicidad, de lo eternamente incompleto. Hace que mires al futuro, confiando en que una justicia divina te coloque donde crees que debes estar, en que algún día vivirás y sentirás todo eso que sabes que se debe sentir. Mientras, la gente pasa por tu lado en intervalos muy cortos, gente con la que has estrechazo lazos quizás tremendamente fuertes teniendo en cuenta la importancia real de las cosas. Nada es trascendental. Nada es demasiado importante. Pero las personas buenas son así: pasionales y enamoradizas. Yo me enamoro y me desenamoro a diario, decenas de veces. Es otro efecto secundario del inconformismo crónico. Viviendo a lo Ted Mosby, arrojas al contenedor de basura a una, y más tarde a la siguiente, y todas duelen, pero buscas siempre una perfección y una sensación de homogeneidad que, tal vez, no existan.
            Ahora bien, si la enfermedad no te consume, y conmigo no puede, te conviertes en alguien tremendamente ágil y poderoso. Se aprende al viejo estilo, a golpes de garrote, pero cada cicatriz suma. Debes desarrollar tu intelecto para prevenir los achaques venideros y, por ello, acabas convertido en alguien capaz de controlar las actuaciones de los demás, de prever y provocar las respuestas deseadas. Ahora lo siento. Ahora sí. Podría venderle hielo a un esquimal. Sin embargo, este es sólo un paso. Se tiene el duende suficiente para controlar las respuestas, pero nunca nadie puede llegar a controlar las emociones más profundas y reales. Por este motivo, de nuevo, la felicidad, al igual que su antónimo, es impredecible y se presenta siempre con el cronómetro en marcha.
             Una casa, un contrato de trabajo, un país extranjero y hermoso, un millar de nuevas personas alrededor y un par de mujeres guapas que me hacen sufrir (el sufrimiento como germen de la felicidad) no es bastante. O quizás sí. No lo puedo saber: soy un inconformista. 

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