La cremallera

"No vine a arrodillarme, vine a conquistar"

domingo, 27 de febrero de 2011

Gaviotas.

          Mientras, él se hace el tonto para no ir a la guerra. No quiere volver a cometer aciertos del pasado que acabaron convirtiéndose en errores con mayúsculas. Nunca más, se dice a sí mismo. Se ha convertido en un villano, habiendo sido hombre de buena fe, de corazón de puertas abiertas. No confía en nada, ni en nadie. Hay abiertos demasiados frentes para un solo soldado que, a su vez, es el único director de orquesta del batallón más pobre que jamás haya pisado un campo de batalla. Teme volver a ser derrotado, vencido amargamente por voluntad propia, arrastrado de nuevo a un mar de dudas que asola todo lo que encuentra a su paso. Pero sólo tropiezan dos veces con la misma piedra aquellos que no dejan de caminar, aquellos que regresan sobre sus pasos sin preocuparse por retroceder, en una búsqueda maleducada por el sentido apropiado del giro. Detalles. Volver atrás, conocer qué hizo que cambiara de dirección, analizar al detalle dónde se encontraban las minas, y saber al fin por qué era mejor bifurcar el camino en lugar de arriesgarse a pasar por encima con la esperanza de encontrar una avería en el sistema de detonación. El soldado se hace a sí mismo. Recibe órdenes y consejos, pero es él quien tiene la última palabra. Ahora, se encuentra enroscado en una batalla contra ejércitos desconocidos, contra países que llevan en guerra desde que el hombre es malo, contra unos labios exóticos que amenazan tormentas y huracanes. El paraguas es gris, como el cielo de la gran metrópolis. Sus varillas son delgadas y están hechas con arena de playa. El mango, sujeto con firmeza, tratando de impedir que un ligero soplido desestabilice la maravilla. Los bolsillos, siempre llenos de arena para impedir que la ingravidez lo lleve hacia esferas que él todavía no desea conocer. La luz del escenario es roja, y la bombilla observa con demasiada frecuencia el espectáculo de la fusión. Pero los focos no deben entorpecer la misión, no pueden quemar las neuronas. Cuando habla, siempre con duendes agudos, él escucha con cara de falso objetor de conciencia. Y cuando llega la hora de decir desde dentro, vuelve a hacerse el tonto para evitar el gas mostaza y los morteros mal apuntados.
          Sin duda, caerá. Quizás, un buen día, le idealicen en mármol, a lomos de un caballo blanco que nunca supo montar. Por el momento, la ruleta rusa es su distracción preferida, pero juega sin balas, sólo porque le gusta el sonido del percutor al impactar contra el metal vacío. La guerra tiene impuesta una fecha de caducidad, ya las tuvieron combates pasados, aunque él siempre se saltó a la torera el calendario. Sigue llegando a la deshora que le va marcando el corazón.
          Y ahí sigue, tirado en la cama, vendado hasta los ojos. Supurando heridas que no terminan de cicatrizar.  Pero esta vez, siendo curado por las manos de una bella costurera que intenta bordar gaviotas en el centro de su patria chica. Él ha cambiado el traje de batalla. Se ha vestido de hiena, y ha disfrazado su alma de payaso, sólo por verla sonreir.

1 comentario:

  1. Si Carlos, a la segunda, y con un nuevo dato...qué suerte poder expresar como tú lo haces. Un beso.

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